La vida del explorador Manuel Iradier y Bulfy (Vitoria, 1854- Balsaín, 1911), parece extraída de las románticas novelas de aventuras de los autores del siglo XIX, como Haggar, Verne o Salgari. Sus dos viajes de exploración al Africa ecuatorial, los más importantes realizados por un español al interior del África subsahariana, redundaron no sólo en la consecución de un inestimable estudio geográfico, biológico, etnológico y lingüístico, sino que desembocaron asimismo en la gestación política de la nación conocida actualmente como Guinea Ecuatorial, cuyo medio millón de habitantes -descendientes de aquellos que maravillaron al pionero alavés- se comunican diariamente en la lengua castellana.
A diferencia de la nación que tanto amaba y de la que tan poca ayuda y comprensión recibió en su afán descubridor, Iradier se encaminó desde su juventud, hacia el objetivo inamovible de traspasar las fronteras del continente misterioso. Esa África implacable que se empeñaron en domeñar gigantes como Burton, Livingstone y Park, entre otros, cuyos ejemplos se convirtieron en una meta a alcanzar por el vitoriano, y hacia la cual dirigió todos sus esfuerzos desde la más temprana adolescencia: en 1868, con solo 14 años, impartió en la capital alavesa una conferencia para dar a conocer sus pretensiones descubridoras. De 1869 a 1873, recorrió la geografía alavesa, que desgranó en sus ‘Cuadernos de Álava’, compendio de costumbres, imágenes, paisajes, de su provincia natal y que habían de constituir un ensayo de sus posteriores empresas.
Su plan definitivo de abordar el continente africano desde las posesiones españolas del Golfo de Guinea, se concretó tras una breve entrevista que el joven Iradier mantuvo con el gran explorador galés Stanley (que se hallaba en el País Vasco cubríendo la guerra carlista como corresponsal del diario New York Herald). En ésta, el británico, poco conocedor de la burocracia hispana, le instó a hacerse un nombre explorando los citados territorios, como medio para conseguir la financiación de futuros proyectos más ambiciosos. Acompañado de su cuñada y de su esposa, Isabel Urquiola –hija de un panadero vitoriano-, con solo 19 años y tras licenciarse en Filosofía y Letras, Manuel Iradier emprendió su primera aventura a través de las selvas del África ecuatorial. Regresó a España en enero de 1877. Detrás de él dejó su salud, la de su familia –incluida su hija Isabela que murió por malaria en Fernando Poo-, y un complejo y sorprendente estudio de aquellos territorios, que aun maravilla a los que hojean la obra de Iradier, ‘Africa Tropical’, uno de los cuadernos de exploración más completos y desconocidos que existen.
Acorde con la mentalidad europea de finales del XIX, Iradier deseaba adelantarse a Franceses y Alemanes y reclamar para España la región por él explorada y otros territorios cedidos a esta nación por los portugueses hacía más de un siglo. Por este motivo ideó – esta vez con una doble intención científica y colonizadora- un nuevo viaje a la región del Muni para la que buscó el apoyo de la recién creada -se constituyó en Madrid en 1876- Sociedad Geográfica. La institución no le proporcionó ni un céntimo e Iradier, sintiéndose engañado, regresó a Vitoria para quemar su último cartucho: sus antiguos compañeros, los miembros de ‘La Exploradora’, verdadero sostén del explorador en su primer viaje. En 1883 se celebró en Madrid el Congreso Español de Geografía, que desembocaría en la creación de la Sociedad Española de Africanistas y Colonialistas. Esta Asociación consiguió los fondos –una cantidad ridícula frente a las manejadas por otros exploradores- que permitieron el regreso del aventurero alavés a la región del Muni.
Después de muchas penalidades, Iradier y el también explorador asturiano Amado Ossorio, lograron la anexión a España de lo que hoy día es la Región Continental de la actual República de Guinea Ecuatorial. Un espacio rectangular sobre el mapa que se marcó a tiralíneas en el seno del misterioso ‘País de los Bosques’. A diferencia de sus contemporáneos y a pesar de que su labor favoreció la conquista y colonización de África por los europeos, la obra de Iradier expele por sus cuatro costados respeto e interés por la cultura de las etnias que poblaban el País del Muni en la segunda mitad del siglo XIX. En la actualidad los ciudadanos de Guinea honran la memoria del vasco, sin cuyo sacrificio hoy sabrían mucho menos de la vida y cultura de sus antepasados.
Manuel Iradier tuvo una vida familiar desgraciada. Sus viajes reclamaron su salud y su estabilidad conyugal. Olvidado por la patria que le vio nacer murió en 1911 en Balsaín (Segovia), a donde se había desplazado en un vano intento de rescatar su depauperada salud.
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